Opinión | Extremadura desde el Foro

Economía de la corrupción

Entretenidos en las consecuencias y el ruido, olvidamos el impacto en el sistema

One Euro coin

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En los años cincuenta y sesenta del pasado siglo, la industria del petróleo era un negocio ‘aburrido’. Controlado por siete grandes compañías (las ‘Siete Hermanas’), ni la creciente dependencia de los combustibles fósiles ni el elevado ritmo de consumo habían supuesto una elevación en el rango de precios ni alterado su estabilidad durante prácticamente dos largas décadas. Hacia el final de los sesenta, eso estaba a punto de cambiar.

La falta de percepción de la materia prima como ‘oro negro’, denominación que poco después se granjeó, no impidió que los países productores la considerasen una magnífica fuente de recursos. Una ola de nacionalizaciones precedió a la primera agrupación de naciones en torno a lo que ahora llamamos OPEP. Buscaban una plataforma para defender sus intereses, pero sobre todo para controlar la producción. Esto abrió una guerra con las compañías petrolíferas que desembocó en un cierre. El grifo de barriles se secó y la batalla superó el conflicto entre los protagonistas: la crisis del petróleo de 1973. Aquello supuso el final de una época de petróleo barato, que ha redefinido nuestra sociedad hasta nuestros días.

No todo, sin embargo, se produjo bajo los focos. Las nacionalizaciones abrieron el control estatal de un recurso estratégico, antes en manos de operadores privados. Pero el estado, al final, es un ente y un esquema jurídico. Acabó representado por una pléyade de funcionarios, nuevos, que entraban en el sector energético. En las rendijas del sistema se movieron traders y brokers que no dudaron en usar su capacidad económica para “seducir” a estos servidores públicos, para asegurarse el suministro o lograr suculentos contratos. El desequilibrio entre las retribuciones públicas y los ingentes flujos monetariosen un recurso tan preciado fueron el perfecto caldo de cultivo. Las consecuenciasen los siguientes años, claro, se notaron en el precio, aumentando de forma consistente, y en la volatilidad del activo. Parte de esa ‘economía de la corrupción’, que tan bien ha descrito Javier Blas en su admirable ‘El mundo en venta’.

Hay un dicho que asegura que la siguiente generación de ‘estatalistas’ piensan que el fracaso del colectivismo se debe exclusivamente a que no la han gestionado ellos. Solo así se puede entender el falsario prestigio de las nacionalizaciones o que recurrentemente vuelva el debate la intervención pública en mercados. Aún seguimos hablado de un rescate bancario que, en realidad, se produjo por una gestión público-político en el sistema de cajas de ahorro. Pese a que nunca han dado los resultados deseados, porque es una cuestión de incentivos.

Es cómodo ‘derivar’ responsabilidades (justo la primitiva motivación del estado) pero no puede suponer la caída en la tentación de pensar que el dinero público tiene un carácter etéreo. Pareciera que se genera únicamente por la mera existencia del sector público y que, por tanto, ‘no pertenece a nadie’. Después, claro, llega el factor humano. La gestión de enormes recursos públicos, sin titular aparente. Un crimen sin víctimas, una desviación de patrimonio público pero que se hace para ‘redistribuir’. Esa es la perversión originaria.

Por supuesto, la corrupción se convierte, de inmediato, en una arma (arrojadiza) política. Unos y otros. Pero, dado que este capital es público, el primer daño se hace a la sociedad. En ocasiones, entretenidos en las consecuencias y el ruido da cada caso, olvidamos el propio impacto de la corrupción, sin apellidos, en nuestro sistema. No sólo erosiona el funcionamiento de las instituciones, a través de la desconfianza que se genera hacia su funcionamiento y fiscalización. También por su impacto en el país y su sistema jurídico.

Existen evidencias empíricas que demuestran que la corrupción daña la salud de nuestros sistemas democráticos por distintas vías: reduce la inversión externa, deteriora la productividad, crea barreras a la competencia

Existen evidencias empíricas que demuestran que la corrupción daña la salud de nuestros sistemas democráticos por distintas vías: reduce la inversión externa, deteriora la productividad, crea barreras a la competencia. Por supuesto, también tiene efectos indeseados: obliga a levantar nuevas “balizas” legales o controles burocráticos que ralenticen proyectos, llegada de fondos (por ejemplo, provenientes de la UE) y pueden llegar a añadir estructuras improductivas.

Me da pudor (y un punto de vergüenza ajena) los que llevan una cuenta de la corrupción por partidos. Esa especie de carrera de ratas a ver quién ha robado más, quien ha sido más corrupto. Mirar al otro en vez de analizar que, sí, a quien más afecta a la credibilidad en tus propias filas. No digo que no sea un espectáculo atrayente, gozoso vodevil. Pero desde luego nada reconfortante.

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