Opinión | desde el umbral

Envidia

Hay países en que se admira -y hasta se idolatra- el éxito. En esas naciones, a los triunfadores se los aúpa como referentes sociales. En otros lugares del mundo, sin embargo, se envidia al que triunfa y se denostan sus logros. No es que en unos países no existan envidiosos y en otros sí. Porque lo peor de la condición humana aflora en cualquier parte. 

Pero hay sitios en que se estimula el esfuerzo, no se ponen obstáculos burocráticos a quien decide emprender, se anima a intentarlo de nuevo a quien fracasó en alguna ocasión y se aplaude a quien cumple objetivos y conquista cimas. Y, en cambio, hay otros lugares en que se hace todo lo contrario. 

Seguro que habrá sesudas teorías que darán respuesta a los cuestionamientos que puedan realizarse a propósito de las razones que provocan que esto sea así. Pero yo apostaría a que hay ideas que tienen una honda raigambre en unos países y que, sin embargo, no han acabado de asentarse en los terrenos de otras naciones. O lo que es lo mismo: que generaciones y generaciones de personas se han criado y han crecido inscritas en un contexto en que se apostaba por un modelo de vida y otras que lo han hecho en entornos menos estimulantes. 

El tiempo y la experiencia han contribuido en unas naciones u otras a que unas ideas formen parte o no de su cultura. Y el resultado es el que cualquier observador mínimamente avezado puede contemplar hoy en día. 

Nuestro país, desgraciadamente, es uno de esos en que la envidia es algo así como un deporte nacional. Y en él participan personas, de modo particular, pero también colectivos desde los que se pulsan los bajos instintos de ciertos sectores sociales para que se victimicen endosándole la responsabilidad de sus desgracias o de sus difíciles situaciones vitales a cualquiera al que le vaya bien en la vida, centrando el tiro, especialmente, en empresarios que dirijan o hayan impulsado negocios exitosos y profesionales que hayan obtenido una recompensa a sus esfuerzos y paciencia en forma de prosperidad y estabilidad. La envidia es dañina para el envidioso, porque nunca estará satisfecho ni será feliz, y para el envidiado, porque ha de sufrir las maledicencias, calumnias y malas acciones del envidioso. 

Por eso, allá donde se alienta, se manifiesta o se propaga la envidia acaban por extenderse o brotar, también, la discordia, el enfrentamiento, la amargura y el dolor. Y de ahí la importancia de erradicarla tanto de las relaciones personales como del ámbito de lo público. Porque no aporta nada bueno.

Si a alguien le va bien, hay que alegrarse por esa persona y por su entorno. Si alguien triunfa y cosecha éxitos hay que estudiar su trayectoria para compartir sus recetas y que muchos más puedan seguir su estela. Si todo el mundo siguiese ese camino, se irían dibujando círculos virtuosos que acabarían por beneficiar de un modo u otro a más y más personas. La otra alternativa ya sabemos a qué conduce: a la devastación, al malestar y al desastre. 

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