Opinión | Una casa a las afueras

La mordedura

Una mascarilla.

Una mascarilla.

Hablar así es una derrota: todos los días me cubro con flores nuevas, pero hoy… Hoy llego del bosque con los brazos y cestos vacíos. Fui hasta allí buscando consuelo, fábulas, indicaciones vegetales para esquivar esta enfermedad tan popular del latrocinio. Un mal que empeora con los días. Ni siquiera se cura con argucias verbales; así que sí, lo confieso, llevo días padeciendo ansiedades vibratorias como si tuviera una lenteja dentro del ojo, como si viniera de hacer la compra en el comercio del mal con todas sus manzanas podridas rodando por el suelo y las fresas asesinas haciendo cucamonas desde el escaparate.

Un semillero de amoralidad dándolo todo, “incontinenti”. Es una enfermedad vigorosa que se desliza por las paredes de la conciencia, y a eso lo llaman política de apaciguamiento. No puede llamarse arrepentimiento a la necesidad de supervivencia de los parásitos; la curación no existe en este caso puesto que la carga del mal no se aparta, sino que rebrota en forma de amenazas al corazón mismo de la Justicia. La reincidencia deliberada en la intimidación al Estado por parte de los independentistas es caza mayor apoyada desde el propio gobierno, pocos gobernantes en democracia se atrevieron a tanto como Sánchez.

Sólo cabe pensar que la malicia absorbe la mayor parte de su veneno y sin quererlo se envenena. Lo insinúa García Page con su acertada metáfora del alacrán. Ya anuncia en su cuenta de redes sociales el propio Puigdemont que se cobrará pieza a pieza lo que la “judicatura patriótica” quiere arrebatarle y exige “reconocimiento nacional” mientras suena de fondo el rebuzno de la reconciliación.

Mil poetas se ha llevado el viento. Amigos escritores, nos obligan a escribir sobre el mal con el disfraz de la mentira, el disimulo, la autocensura que es la parte menos enferma del miedo. ¿Qué nos pasa? ¿De verdad vamos a dejar que las opiniones se corrompan y confundan en el tiroteo de las trincheras?

Mil poetas se ha llevado el viento. Amigos escritores, nos obligan a escribir sobre el mal con el disfraz de la mentira, el disimulo, la autocensura que es la parte menos enferma del miedo. ¿Qué nos pasa? ¿De verdad vamos a dejar que las opiniones se corrompan y confundan en el tiroteo de las trincheras?

A las almas pequeñas, aplastadas por el peso de los negocios dedico unos renglones para amortiguar la blancura del papel. Intento sujetarme en el teclado para no destrozar los almanaques de la esperanza, pero se me acaba la templanza, palabra arruinada, secuestrada y maltratada en los labios del presidente del gobierno… ese maniquí con chaleco capaz de dar peso al humo.

La política emite estos días vibraciones de bar de carretera, huele a garrafón, a bolsa de cacahuetes estampada contra el suelo, a madera vieja y carcomida.

No hablamos de una corrupción en estado larvario sino de ramificaciones emergentes que conforman todo un emporio mohoso y ulcerado. Una pestilencia cuya distribución geográfica escapa a nuestra capacidad de asombro. Tristemente se confirma que bajo las siglas de los partidos políticos prosperan especies raras de aguiluchos y reptiles. Esta variedad de mefíticos ha florecido de tal modo en el subsuelo del entramado político que exceden ya en número y artimañas a la corrupción-madre. Y esto se podría haber previsto si como anunciaba Pedro Sánchez al desmontar de su caballo blanco impoluto, hubiera limpiado previamente las malolientes estancias de Ferraz, pero el bravo guerrero aupado vía moción de censura tenía tan, tan, tan cerca lo aborrecible que… ¡oh, casualidad! no lo vio venir, no se atrevió a indagar en los cajones privados de Ábalos, su mano derecha entonces, porque bien sabía las brasas que allí ardían y la consiguiente quemadura.

Pedro Sánchez aún no lo sabe, pero estas balas de fogueo lo acabarán devorando. No es una herida menor la que lleva tatuada debajo del chaleco macarra que usa como escudo protector. Más que encendido Pedro Sánchez está carbonizado, huele a carne achicharrada en la parrilla de las venganzas políticas.

Se nos ha encogido tanto la esperanza que el sentimiento se ha queda chico, enano, de hecho, a estas horas la confianza y el crédito padecen el mismo nanismo de las conchas que habitan las aguas salobres del Báltico.