Opinión | Es decir

Cuesta abajo

El presidente de Esquerra Republicana Oriol Junqueras

El presidente de Esquerra Republicana Oriol Junqueras

Hubo quien se ocupó del lenguaje público y distinguió entre la retórica judicial (que no precisa presentación), la retórica demostrativa (lo que hoy sería el lenguaje de la publicidad) y la retórica deliberativa, que es el lenguaje de los políticos. Se trata de esta última, visto lo oído. Y se trata, aunque la distinción es de muy atrás (2.500 años, siglo arriba siglo abajo), de preguntarse si es retórica, no ya deliberativa, sino retórica a secas, y no retórica en el sentido de falta de contenido, de palabrería, ni tampoco de ornamento literario o de grandilocuencia, sino de retórica en el sentido de eficacia en el fondo y en la forma, si es retórica propia de un empleado público, en fin, esta respuesta de Mayte Pérez, diputada de Aragón, al presidente de esa región: Jorge Azcón: «¡No me chille, que estoy gritando!». Eso, en las Cortes de Aragón, hará un par de semanas.

En cuanto a las Cortes Generales, y ahora por igual en el Congreso que en el Senado (se ha revelado que el bicameralismo al menos sirve para algo), la impresión no es que la retórica deliberativa se desconozca, pues es el lenguaje que usan diputados y senadores, sino que parece no importar. Lo lamentable es que el barniz de dignidad que les da a quienes de verdad hacen política, en la medida en que esa retórica no es sino el lenguaje con el que formulan sus propuestas y se oponen a las contrarias, con el que defienden o critican diferentes políticas o puntos de vista, en otras palabras, con el que deciden qué será más beneficioso para la sociedad, se decapa cada vez que se olvidan de quiénes son, la responsabilidad que tienen y el lugar que ocupan. Desde luego, no hay mucha dignidad en trasladar las cuestiones políticas desde el ámbito de lo público al ámbito de lo privado, por no decir incluso de lo doméstico, por ejemplo. Y da igual que se trata de la mujer de Pedro Sánchez que del novio de Isabel Díaz Ayuso, da igual.

Por supuesto, hay una causa. Y es la amnistía, solo la amnistía, desde el momento en que el Partido Socialista vio la posibilidad de gobernar mediante pactos, al margen de cuántos y de con quiénes. O, por decir lo que se piensa de verdad, desde que el presidente Sánchez decidió que quería continuar siendo el presidente Sánchez

Por supuesto, hay una causa. Y es la amnistía, solo la amnistía, desde el momento en que el Partido Socialista vio la posibilidad de gobernar mediante pactos, al margen de cuántos y de con quiénes. O, por decir lo que se piensa de verdad, desde que el presidente Sánchez decidió que quería continuar siendo el presidente Sánchez. (Rara vez se le menciona como ‘el presidente del Gobierno’, sino como ‘el presidente Sánchez’. A diferencia de otros presidentes, lo de “presidente del Gobierno”, en su caso, no sale, no es natural, espontáneo.) Es decir, desde que Sánchez entendió que solo podría gobernar (o solo podría seguir siendo presidente, vale) con el apoyo de Junts, entre otros, pero que ese apoyo pasaba por un nacionalista catalán de derechas (como todo nacionalista, por lo demás) que estaba huido del país y era perseguido por varios delitos, y que una amnistía, solo una ley de amnistía, borraría esos delitos y él sería investido presidente…, a partir de ahí, desde ese momento, la actividad parlamentaria y el lenguaje público comenzaron su «cuesta abajo en la rodada» (Alfredo Le Pera).

Pero no se trata de la causa, que enseguida hay quien encuentra un causante, o dos, sino de los efectos. Y basten los de los líderes de los dos grandes partidos. Feijóo no sabe a quién escuchar, si a Gamarra, a Tellado o a Bendodo, pues una le habla de la mujer del presidente y el rescate de Air Europa, el otro le insta a un choque institucional (nunca lo ha habido en los años de democracia) y el otro le muestra lo que Sánchez dijo para que diga lo que Sánchez dijo. Patético. Y el presidente del Gobierno, mientras tanto, haciendo de oposición a la oposición, hasta tal punto que ha llegado a pedir en el Congreso la dimisión de una presidenta de una comunidad autónoma. Ridículo. Tan ridículo como lo sería pedir la dimisión de una alcaldesa o concejal de un municipio.

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