Opinión | A la intemperie

Cierra Galatea

Olía a libros y a madera, crujía como si fuera el holandés errante…

Galatea 1

Galatea 1

Cierra Galatea. Galatea es una librería. De viejo. Y de antiguo, que, dicho así, tiene cierto eco a tronío. Libros, sin más, que en diciendo libros queda todo dicho. Libros indultados. Libros en desbandada en palabras de Virginia Woolf. Libros que cuando pasas por la calle Libreros te miran con los ojos de otros. O te miraban, porque Galatea cierra.

La calle Libreros es mi calle. Una de mis calles. Me gusta tener en cada ciudad un bar. Y una calle. Te ubican. Te reconocen y los reconoces. Evitan que te pierdas. Que olvides. La calle Libreros va de mi facultad, la antigua de San Isidro, a la casa del rector. Y más, pero este pedacito es el que más me aprieta. Estudié Derecho en San Isidro, que antes fue iglesia, cine y hasta imprenta. Allí tuvo su acomodo el Círculo Tradicionalista y de allí salía El Salmantino, periódico que fue. San Isidro, al pie de Conchas y Compañía. Mi juventud. Mis compañeros. Mis profesores. Mis libros… Ellos, a los que canto mi canción porque conmigo van.

‘Dicebamus hesterna die…’, que es en realidad lo que dijo Fray Luis de León. Y lo dijo allí, en la calle Libreros. Allí, Fray Luis en su pedestal, allí Unamuno, maestro, enredado en su parra. Allí un tiempo que es ido… Y entre medias, Libreros, 28, Galatea, y, en sus estantes, los ojos de otros.

Cierra Galatea. La única librería de la calle Libreros. Pero no la única de Salamanca. En Salamanca hay muchas librerías. Rubias y morenas, de tobillo fino y hasta de cadera ancha. Así como mis paisanos hacen los puentes en Badajoz, así hago yo las librerías en Salamanca. De mañana -a veces churros, a veces raqueta- de Santos Ochoa a El Carmen, de La Latina a Letras Corsarias, de Pablos a Rivas, de Víctor Jara a Mundus Libri, de La Nave a La Galatea… No, ya no. La Galatea, ya no.

Parecía llevar siglos allí... No tenía escaparate, tenía ventanas de madera sangre de toro, como las puertas de las Escuelas Mayores. Tenía algo de barco a la deriva en tierra adentro. Parecía, allí, en su rinconcito castellano de Libreros, navegar mares de tinta en tormentas de lignina

Galatea no era una librería al uso. Parecía llevar siglos allí... No tenía escaparate, tenía ventanas de madera sangre de toro, como las puertas de las Escuelas Mayores. Tenía algo de barco a la deriva en tierra adentro. Parecía, allí, en su rinconcito castellano de Libreros, navegar mares de tinta en tormentas de lignina. Olía a libros y a madera. Crujía como si fuera el holandés errante. Los mástiles y las velas a todo trapo… Y todo, como decía de sí mismo Rafael García Serrano, a la orilla de una underwood; y si lo dijo Rafael, arcángel azul de todas mis primaveras, bien dicho está. Teclas y flores. Un portalito oscuro y, a mano izquierda, al conjuro de Alí Babá, ‘¡Ábrete Sésamo!’, la entradita; el cuarto grande -las estanterías y la underwood-, el cuartito de atrás… los libros, los papeles, los autógrafos… y, en esto, una calma enorme y omnipotente que te empapaba por dentro. Una calma tan enorme como la tristeza de leer el cartelito que aún anuncia el desalojo.

Alguien está en su derecho. El nuevo propietario. Han comprado el edificio y en dos meses quiere el local a su disposición. Está claro. Stendhal, antes de escribir, para dar a sus textos claridad, leía fragmentos del Código Civil napoleónico. Quien puede arrastra. El dueño. El amo. Y donde hubo libros habrá baratijas o, en el mejor de los casos, la enésima fotocopia de una franquicia desalmada (que es como decir sin alma)… Y Don Miguel esta tarde, cuando baje al Novelty, pondrá cara de búho (más aún) y Fray Luis lo mismo se baja del pedestal a medianoche, el bronce hecho carne, para ver el desaguisado. Y Salamanca, mi Salamanca, será un poco más cartón piedra. Un escenario triste de cartón piedra…

Hoy he visto las cajas de libros apiladas camino del destierro, ciegos, ciegos los ojos de otros, y en el cuarto grande, triste y sola, la underwood. Triste y sola… cantábamos ayer..

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