extremadura desde el foro

Luchas de gigantes

No es una cuestión de bloques. O no lo es, al menos, en su acepción ideológica

Alberto Hernández Lopo

Alberto Hernández Lopo

Había poco espacio para la sorpresa. Y, claro, no la hubo. Cierto que estas líneas se escriben antes de la segunda votación del intento de investidura de Alberto Núñez Feijoó, pero dudo que el resultado de este viernes por la mañana sea distinto. El pescado está vendido. Lo que no sabemos es ni cuál es ese pescado ni, sobre todo, si está fresco. Cabe dudarlo.

Pese a que revestimos estos debates de nuevas formas, renovados discursos y caras (más o menos) cambiantes, en realidad estamos ante un proceso lampedusiano. Puede que la irrupción de la autodenominada (y radicalmente fugaz) «nueva política» nos condujera a pensar que de verdad había un movimiento de placas tectónicas políticas. No es así: estamos ante un círculo nada virtuoso que cumple la máxima de permutar, en apariencia, para dejar todo más o menos igual de colocado. Y no. No es una cuestión de bloques. O no lo es, al menos, en su acepción ideológica.

Las dos comunidades con el PIB más alto de España son Madrid y Cataluña, seguidas por una Andalucía que anda lejos de ambas (más de un 40% de diferencia). Si, en cambio, atendemos al PIB per cápita y bajamos un escalón, en su desglose provincial, a las provincias de las regiones mencionadas se suman las tres provincias vascas, que incluso lideran el ranking. No parece casual, entonces, que Guipúzcoa, Madrid, Álava, Vizcaya y Barcelona sean, por ese orden, las cinco provincias con mayor poder adquisitivo. ¿Menor PIB per cápita, se preguntan? La respuesta sería la propia de un vate vago: Andalucía, Extremadura y Melilla.  

La captación de inversión y el stock de capital son factores fundamentales a la hora de explicar la evolución de la actividad económica y, especialmente, el crecimiento de la riqueza en una determinada área. Tal y como explicaba un reciente estudio del BBVA, el flujo de la inversión pública desde 2009 sólo ha mejorado en Cataluña y Madrid (la más beneficiada); hablamos de posición relativa de inversión, teniendo en consideración variables lógicas (población, concentración de servicios). Si abrimos el rango temporal hasta 1995, se cuelan Andalucía y Comunidad Valenciana, los otros dos ejes de esta vertebración política. 

El caso flagrante de las infraestructuras es llamativo: en los últimos cuarenta años, ganan por goleada Madrid y Cataluña. ¿Adivinan la tercera en liza? Efectivamente, un País Vasco que si ha visto reducida la inversión en este ámbito es por la omnipresente sombra de la amenaza terrorista durante las décadas de los ochenta y noventa, con sus implicaciones de presión político-social. 

Desde luego, no cabe reducir fenómenos complejos, que además aspiran a recoger datos de amplias series temporales, a una sola razón. Madrid, por ejemplo, ha hecho un esfuerzo significativo en la atracción de capital extranjero, senda que ahora imita con éxito el eje Sevilla-Málaga. Pero es inevitable descontar la existencia de un «efecto capitalidad» en ello.

No tiene sentido que los votantes del resto del país confíen en fuerzas que pretendan acabar con principios como la equidad o la solidaridad territorial

Ya dije en esta misma columna que el país se deslizaba en una pendiente que concentraba los esfuerzos de capital en torno a cinco grandes núcleos, que corresponden a todas las áreas mencionadas, convirtiendo al resto en centros de servicios. Estas lucha de gigantes, por supuesto, no pueden restringirse sólo a una cuestión económica. Menos en una economía, como la española, altísimamente regulada.

¿Cabe desligar lo que está pasando en la Carrera de San Jerónimo de esta coyuntura? No me refiero exclusivamente a lo que ocurre estos días. No. Este «diálogo» ya lleva tiempo instalado en nuestras instituciones. Es un baile en el que los dos grandes partidos han danzado, a gusto de otros. Ambas formaciones han alimentado al dragón regionalista, a su conveniencia, convirtiéndolo en algo más grande. Todo en aras a una gobernabilidad que consagraba, en vez de refutar, el estatus quo y llenaba de vacío (como diría el gran del Molino) al resto del país, silente y productivo. Claro que los dos no han contribuido en la misma proporción. Alguien debía dejar esta carrera a tiempo.

Por eso no tiene sentido que los votantes del resto del país confíen en fuerzas que pretendan acabar con principios como la equidad o la solidaridad territorial. Que, seguro, están consagrados constitucionalmente. Pero, ante todo, deberían ser nuestras normas -básicas- de convivencia. Y eso es justo lo que está a punto de ocurrir.

*Abogado, experto en cenizas

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