Opinión | jueves sociales

Recuerde el alma dormida

Un farmacéutico  vende una mascarilla.

Un farmacéutico vende una mascarilla. / EL PERIÓDICO

Hoy hace cuatro años que me despedí de mis alumnos para quince días. Nos vemos en dos semanas, les dije, sin saber que a algunos de ellos ya no los vería hasta septiembre, y con la cara tapada, las manos envueltas en olor a gel hidroalcohólico y las piernas cubiertas por las mantas que llevaban a clase para no congelarse con las ventanas abiertas.

A otros, ya no volví a verlos en las aulas, y sí a través de pantallas donde a veces aparecían sus mascotas, los padres en bata, los hermanos pequeños y otras, desaparecían ellos mismos sin ganas de que sus compañeros los vieran recién levantados.

Estado de alarma, confinamiento, toque de queda o coronavirus eran entonces palabras que no pertenecían a nuestro diccionario particular, tan protegido. Esas cosas pasaban en China, nos decíamos en Navidad, sin asustarnos todavía, hasta que la primavera nos pilló encerrados en casa y con el paso cambiado.

Aprendimos muchos términos aquellos días, y su verdadero significado. Aprendimos también a manejarnos en una normalidad que no respondía a ese nombre, una realidad parada y gris, por la que desfilaban tanques en calles vacías y coches fúnebres. Ver los telediarios se convirtió en un deporte de riesgo para el corazón, que no daba más de sí con las cifras de muertos. Salía ese señor que ya hemos olvidado, Fernando Simón, con la cara cada vez más cansada, a anunciar siempre malas noticias.

Aprendimos, vaya que si aprendimos. Descubrimos qué era una videoconferencia, cómo se lavaban las manos, y el precio exacto de la desesperación, que se medía en la ausencia de mascarillas y en las estupideces en las que incurríamos por pura ignorancia. Comprábamos con guantes, desinfectábamos cada pimiento y cada tomate, lavábamos la ropa a noventa grados y destrozamos suelas en las alfombras con lejía.

De todo eso solo han pasado cuatro años. De la estupidez, del miedo, de la solidaridad, de los aplausos a las ocho de la tarde en el eco de un mundo silenciado que nos estallaba por las costuras del encierro. La memoria, prodigio y mala pécora, ha borrado todo, y hemos pasado página enseguida. No hemos vuelto ni más humanos ni mejores, ni se han cambiado las condiciones de las residencias donde murieron tantos mayores en soledad, sin consuelo.

Recuerde el alma dormida, avive el seso y despierte, escribió hace mucho Manrique, en una época en que la muerte se vivía como una costumbre cotidiana y no un suceso extraordinario. Pero nosotros hemos preferido apartar el dolor, echarlo a un lado, vivir como quien no va a morir, en un sueño del que no despertamos para no recordar, ese esfuerzo, ese ejercicio de voluntad, ese imposible.

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