Opinión | Desde el umbral

Vértigo

Hay múltiples signos en nuestro presente que nos advierten de que los tiempos están cambiando. Y uno, que cree saber adaptarse aún a lo que llega y hasta al menos una parte de lo que pueda estar por venir, no puede evitar pensar, sin embargo, en que las más nuevas de las generaciones con las que convivimos ya tienen un modo de pensar, mirar, hablar, trabajar, interactuar, entretenerse, divertirse, etcétera muy distinto al que hemos tenido las que las hemos precedido. 

Supongo que a todo el mundo le ocurre que, en cierto punto de su vida, mira a los que vienen detrás y reconoce el salto generacional, con todas sus implicaciones, aun contemplándose todavía en un grupo de edad no provecta. 

Los que, desde el ámbito de la educación, tenemos la oportunidad de recibir información pura, sin aditivos, filtros ni intermediarios, vemos cómo hay cosas que para nosotros fueron relevantes y para los más pequeños ya no existen ni en su imaginario. 

Y es cierto que podemos aferrarnos al recuerdo y cultivar la nostalgia para conservar parte de los elementos que conformaban nuestro pasado más o menos reciente, pero está claro que, cuando las nuevas generaciones no adoptan esa herencia, la realidad que un día fue está condenada a la extinción. 

Por ello, los museos etnográficos del futuro quizá no muestren tanto los aperos de labranza, las máquinas de hilar, los útiles de cocina, el mobiliario de hogar o las herramientas y artilugios de los que se valían nuestros antepasados, una serie de elementos, todos ellos, que pulsan nuestra memoria sentimental porque nos recuerdan a las personas que amamos. 

Los museos etnográficos del mañana probablemente dejarán un espacio para todo eso, pero, con toda seguridad, exhibirán, con mayor lujo de detalles, otro tipo de elementos con lo que hemos convivido, que han formado parte de nuestras propias vidas y que, cuando aún estaban en uso, jamás hubiéramos pensado que acabarían por convertirse en reliquias como las de nuestros abuelos, bisabuelos y tatarabuelos. 

La velocidad con que está cambiando todo a lo largo de las últimas décadas es tan vertiginosa que la tecnología punta que nos dejaba boquiabiertos en los ochenta y noventa se ha convertido hoy ya en una antigualla. No nos percatamos de ello porque no nos detenemos a pensarlo demasiado, y porque todos estamos inmersos en una vorágine que nos obliga a adaptarnos. Pero si dedicamos un instante a reflexionar acerca de ello, y echamos la vista atrás para rememorar lo que configuraba la realidad en nuestra infancia y adolescencia, no podremos por menos que sentir una cierta sensación de vértigo. 

No hay que temer al futuro ni al cambio, sino tratar de conquistarlos. Pero, en ocasiones, apetecería más regresar a ese pasado feliz e idealizado en que las interferencias y distorsiones de hoy no nublaban nuestros sentidos. 

Suscríbete para seguir leyendo